Para: La Voz del Interior
Hay dinámicas que se repiten con tanta frecuencia en la Argentina que deberían haber perdido toda capacidad de asombro. El ciclo es conocido, casi previsible: los mercados se tensan, los analistas alertan, el Gobierno interviene y los ciudadanos –con el reflejo entrenado– corren a refugiarse en la única moneda que no traiciona. En un país donde el corto plazo siempre se impone sobre cualquier plan de largo aliento, el dólar no es sólo una divisa: es un síntoma, un juicio y un salvavidas.
Hoy, como tantas veces, el Gobierno recurre a la venta de reservas y otras herramientas de contención para frenar la escalada del tipo de cambio. El Gobierno argumenta que las condiciones macroeconómicas hoy han cambiado; entre ellas, la recuperación del superávit fiscal primario. Sin embargo, la reacción del mercado y de la sociedad parece desafiar ese relato.
La historia reciente y no tan reciente muestra que, independientemente del signo político de los gobiernos, del régimen cambiario adoptado o del contexto económico global, los argentinos hemos desarrollado una relación casi visceral con el dólar.
Con o sin superávit. Con tipo de cambio fijo, flotante o lo que haya en el medio. Con gobiernos de izquierda, de derecha o de cualquier tonalidad ideológica que se elija. Con cepo o sin cepo. A través del mercado oficial, del segmento de dólares paralelos o mediante instrumentos más o menos transparentes. Nada parece alterar el reflejo básico de los argentinos: escapar al peso y correr al dólar, como si fuera un acto de supervivencia más que una elección racional.
Y lo es. Porque detrás de esa conducta se esconde una verdad más incómoda: la dificultad de la dirigencia política para generar confianza duradera. En estas columnas, hemos insistido en reiteradas ocasiones sobre los factores que la alimentan: la falta de credibilidad institucional, la inestabilidad normativa, la historia de defaults, desequilibrios fiscales y monetarios, y una clase dirigente que, en demasiadas ocasiones, ha priorizado intereses sectoriales o partidarios por encima de una visión estratégica de país.
En este contexto, el presente no da tregua. El riesgo país trepa, las reservas internacionales netas siguen siendo negativas, la cuenta corriente es deficitaria y el cronograma de vencimientos de deuda en dólares –estimado por la consultora 1816 en unos 44 mil millones para lo que queda del mandato de Javier Milei– se presenta como una montaña difícil de escalar, incluso para los más optimistas.
Además, hay que mirar con lupa el comportamiento de los depósitos y créditos en dólares. El Gobierno logró, en parte, fortalecer reservas vía aumento del crédito en moneda extranjera, pero ese mismo instrumento puede volverse un bumerán si los ahorristas deciden retirar sus fondos del sistema financiero. La confianza, una vez más, se convierte en el bien más escaso y determinante.
Y luego está la política. Los traspiés en el Congreso y en la provincia de Buenos Aires son una señal de que el capital político –ese activo tan intangible como vital– se está erosionando más rápido de lo previsto. Sin capacidad de articulación, sin aliados y sin margen para nuevos errores, el Gobierno enfrenta un escenario donde no alcanza con mostrar el desastre heredado: hace falta mostrar un rumbo claro y sostenible. Porque al final del día, lo que importa no es sólo el diagnóstico, sino las expectativas.
Nadie sensato espera que se resuelvan décadas de descalabros en dos años. Pero lo que sí es legítimo exigir es que la dirigencia política sea capaz de construir expectativas sólidas, creíbles y sostenidas en el tiempo. Y en democracia, la responsabilidad principal de generar esas expectativas —y de crear las condiciones económicas, políticas e institucionales que las sustenten—, recae en quien ejerce la conducción.
La confianza se construye. Y en Argentina, lamentablemente, cada vez que esa construcción falla, el dólar reaparece como un espejo incómodo, que nos recuerda lo que no queremos ver: que, por ahora, seguimos siendo un país que sólo cree en lo que puede guardar “debajo del colchón”.